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                                   EL IRIS

—Vuestro honrado comercio, dijo una especie de musgo, efecto de la és-
Nafel, ¡es unicorherdo infame!...       cesiva humedad que lo corroía.
Otra vez el látigo del chalán surcó Una ventana, abierta en la pared, á
el rostro de aquel, haciendo brotar al- bastante altura y defendida por grue-
gunas gotas de sangre.                  sas barras de hierro, era la única en-
—Solo Dios, su misericordia infini- trada para la luz y el aire.
ta, gritó el anciano, es quien detiene Nafel giró en derredor de si una
mi brazo en este instante, ¡tirano de- triste mirada, y exclamó con los ojos
salmado!                                fijos en lo alto:
  Un murmullo de indignación que
no pudieron reprimir los prisioneros,     —¡Dios mió!... No me dejes morir
resonó en la estancia; pero la voz de   sin antes haberme despedido de mi
Nafel se dejó escuchar.                 madre!...

                                          De pronto un confuso rumor de vo-
—Mi padre, dijo, abrazó la palma ces y pisadas, hirió los oidos del joven.
del martirio, ?u sangre fue derramada Levantó éste la cabeza j midió con
hace cuatro años por las fieras del Cir^- la vista la altura que mediaba entre la
co en esta misma ciudad. La del hijo reja y el suelo.
acaba de teñir el suelo romano. ¿Que Una idea súbita penetró en su ce-
tendría, pues, de estraño que yo le rebro.
imitase?
                                        Algunos pequeños agujeros que vio
Iba á contestar el anciano, cuando en la pared, obra, sin duda, de los roe-
entró en la estancia otro mercader de dores, le ofrecieron un medio para es-
esclavos, anunciando la llegada de los calar hasta la reja. Desde allí vería tal
nvevos prisioneros.                     vez el paso de lps nuevos prisioneros...
Nafel se acordó de su madre, y lan- y ¿quien sabe si también descubriría
zando un profundo suspiro exclamó: entre ellos á su madre?
—¡Pobre madre mia!                      Nafel probó á poner el pié en uno

—¿Sabes que ya me encocora oirte de aquellos agujeros, pero cediendo á
suspirar?... dijoelchalán; mas para que su peso, desprendióse la argamasa
no ofendas tanto mis oidos voy á po- arrastrando tras si una buena porción
nerte en un sitio seguro.               ¿le pequeñas piedras.
Y cogiéndole bruscamente desapare- El infeliz muchacho recibió un duro
ció con Nafel por uua escalera que ba- golpe al chocar contra el suelo; pero
jaba á un sótano.                       esto no obstante, acarició bien pronto
—Entra, le dijo el mercader, empu- una nueva tentativa de acceso.
jándole con tal violencia, que el des- Menos infortunado esta vez, trepó
graciado muchacho rodó por los pocos la pared: no sin grandísima dificultad,
peldaños que le faltaban descender, y haciendo los mayores esfuerzos, pu-
aquí podrás llamar á tu madre hasta do por fin cojer los hierros de la reja...
ver si te responde.                     El rumor de fuera iba en aumento,
Nafel quiso volver la cabeza, pero y en breve oyó el joven entre los mas
acababa de cerrarse la puerta con estré- duros epítetos la palabra cristianos.
pito. —No hay duda, se dijo, son ellos,
Estaba solo en aquel antro de forma mis pobres compatriotas, ¡Dios Santo!,
cuadriangular, cuyas paredes de un dame fuerzas para dirigirles mi última,
Ni|olor verdoso, exhalaban ese vapor mirada.
peculiar de los aposentos subterrá- Con un violento esfuerzo se agarró
neos. El suelo estaba cubierto por fuertemente á la reia.v acabó de trenar
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